viernes, abril 11, 2003

La leyenda de Amarca

En viejos romances canarios corría de boca en boca la triste historia de Amarca, la celebrada doncella guanche. Tan gallarda era su figura, tan peregrina su belleza que llegó a ser envidiada de todas las doncellas. Tenía su morada en las bellas alturas de Icod. Su rústico albergue parecía como un nidal colgado en las crestas de la montaña, para sustraerse a las miradas y a la ambiciones de esas aves rapaces, embaucadoras, que se llevan a las muchachas guapas.

Hasta el rústico hogar de la doncella llegó un día Belicar, el último Mencey , Rey y señor de estos dominios de Icod y quedó atónito y deslumbrado ante la extraordinaria belleza de la joven.

Desde aquel día memorable se acrecentó su fama y corrió como fausta noticia por todo el Menceyato. Una condición tenía la moza que contrastaba con lo humilde de su linaje: su natural altivo y desdeñoso.

Amarca se veía continuamente asediada de amores por muchísimos hombres y otras tantas sembró el dolor y la decepción en sus amantes.

¿ A quién amará Amarca?, se preguntaban intrigados los zagales. ¿Para quién será el corazón de aquella belleza hija del Teide?. Guarecida a las faldas del coloso siempre entre las nieves. La sorprendente nueva no se hizo esperar mucho tiempo. Uno de los más aguerridos vasallos del Reino, Garigaiga, el pastor, había enloquecido por Amarca. Amarca esquivaba su cariño; repudiaba su pasión local, desenfrenada. Repelía al hijo del Volcán, el de la tez hirauta y morena y los brazos recios como robles.

Enloquecido por el dolor de verse desdeñado, una tarde mientras los horizontes se teñían de sangre y el sol moribundo plateaba las aguas del Atlántico como un riera de luna en una noche de misterio, vieron como Garigaiga, en el borde de un alto precipicio, agitaba sus brazos como banderas en la premura.

Le vieron arquear el cuerpo hacia delante, hundir la cabeza sobre el pecho y partir veloz hacia el abismo. La noticia del trágico suceso no tardó en extenderse por todas partes. Las mujeres, culpaban su egoísmo, y a sus desdenes atribuían la muerte del pastor.

De pronto Amarca desapareció, nadie sabía cual había sido el destino de la doncella. Sólo un anciano que una mañana la había visto descender de las cumbres y caminar como una sonámbula hasta las orillas del mar, se hallaba en posesión del secreto. Qué no la buscasen, más parecía decir sus labios fríos y trémulos plegados para siempre y el anciano aquél lo contó todo. Una semana al brillar los primeros destellos del sol, vio que Amarca se arrojaba al abismo, y después de luchar con el bravo oleaje, se la llevaba mar adentro una ola alegre y corretona como un niño.

Era la época del "Beñesmen", de la sazón y de la riqueza de las mieses, eran los días de placidez y de luz, y todo se sumió en sombras y lágrimas... Amarca había aparecido muerta sobre las arenas de la playa, la había matado un remordimiento muy hondo. El Mencey Belicar mandó que se cantasen tristes folías; que se encendiesen luminarias en los cerros, y que los más fornidos mozos, como real costumbre en los días aciagos, azotasen con sus varas las aguas del mar. Mandó también que se ungiese su cuerpo con los más olorosos perfumes, que no en vano era la flor más preciada de la comarca.

Al cabo de los años, cuando algún nocturno caminante cruzaba las cumbres del Teide, un lamento extraño, escalofriante, le detenía acongojado. Era una voz débil, apagada, dolorida, que parecía surgir del fondo del barranco. Era aquel mismo clamor de súplica, de pena, de trágica agonía que tantas veces balbucearan los labios febriles de Garigaiga, el loco: "Amarca......hermosa Amarca".


Desde ayer, ya tenemos casa. Bueno, aún no existe y ahora no es más que unas coordenadas en el espacio vacío. El edificio se llamará Amarca, como la joven de la leyenda. Espero que ni su construcción, ni el tiempo que habite en él sea trágico como la vida de quién le ha dado su nombre.